Foto: El corazón es el centro más íntimo de la aceptación o del rechazo de Dios, y la raíz del bien y del mal
Por: Nezahualcóyotl / Diócesis de Nezahualcoyotl
Homilía del Domingo XXII del Tiempo Ordinario – Ciclo B
Las lecturas que hoy nos presenta la liturgia, tiene como mensaje central recordarnos que la Palabra de Dios siempre es portadora de vida y liberación para el ser humano. Todo lo que encontramos en la Sagrada Escritura tiene el objetivo de guiarnos al encuentro con el Señor, pero el pueblo de Israel (Primera Lectura), así como los fariseos y maestros de la ley (Evangelio) han tenido la tentación de añadir o quitar cosas a esa palabra liberadora, convirtiéndola en portadora de esclavitud y muerte. Por eso el apóstol Santiago (Segunda Lectura) y el Salmo nos recuerdan que es importante llevar el evangelio a la vida por los caminos del amor y del servicio a los hermanos.
Jesús, como miembro de una piadosa familia judía, fue educado desde niño en un ambiente de respeto y veneración a la Torá (Ley) y a las tradiciones (Misná). Como todo judío, en ellas veía y reconocía la palabra y la voluntad de Dios. Pero seguro es que conforme fue creciendo en sabiduría, estatura y gracia (cfr. Lc 2, 52), experimentó una profunda evolución interior que lo llevó a darse cuenta de las cosas que no compaginaban entre las enseñanzas judías sobre la ley y el anuncio de la buena nueva del Reino que Él mismo predicaba.
Ante el asedio de los fariseos y maestros de la ley, Jesús deja muy clara su postura sobre ciertos preceptos de la ley, que lejos de liberar se imponían como cadenas esclavizantes y además eran usados para excluir de la vida social y religiosa (cfr. Mc 2, 13-17).
El comportamiento de los discípulos -comer sin lavarse las manos- es lo que desencadena la crítica y el cuestionamiento hacia Jesús. No se trataba de una simple cuestión de higiene personal, sino que iba en contra de las normas de pureza ritual. Al no lavarse las manos, los discípulos están haciendo algo que se considera impuro y, por lo tanto, prácticamente están lejos de Dios y excluidos de Israel.
En un primer momento, Jesús se dirige a sus críticos con una respuesta dura, citando al profeta Isaías: «Éste pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí» (Mc 7, 6). Claramente les está diciendo que han convertido la Ley en un yugo insoportable, desfigurando la verdadera imagen del Dios de la alianza por aferrarse a las tradiciones de los hombres, haciendo que las personas se olviden de lo esencial: Amar al Señor con todo el corazón, con toda la mente, con todas las fuerzas (cfr. Dt 6, 5).
En un segundo momento, Jesús se dirige a la gente en un tono muy diferente, los exhorta a escuchar y a entender bien. Declara puros todos los alimentos y subraya que la relación con Dios se juega en el interior de la persona. El corazón es, en sentido bíblico, el centro más íntimo de la aceptación o del rechazo de Dios, y la raíz del bien y del mal, por tanto, la limpieza de corazón es una condición necesaria para vivir de forma adecuada moral y religiosamente.
Como en cualquier pueblo o sociedad, también la Iglesia tiene sus tradiciones, pero éstas no tienen muchas veces otro valor que el de ser la expresión de un momento dado de la fe y de la vida religiosa. Las leyes, normas, ritos y demás prácticas religiosas sirven para sembrar y hacer crecer la fe, así como para propiciar el encuentro con el Señor, pero no tienen un valor absoluto, no son intangibles e irreformables.
También nosotros estamos tentados a caer en una religiosidad ritual y legalista, olvidándonos de que la fe debe purificar nuestro interior, no adornar el exterior. Por eso, es necesario que meditemos en torno a lo esencial, para descubrir qué nos motiva a cumplir con determinadas costumbres y tradiciones religiosas. Esto nos ayudará a darnos cuenta de cómo es nuestra relación con Dios: verdadera y real porque brota de un corazón sincero, o interesada y ficticia que espera recibir algo a cambio de cumplir con ciertos ritos.
Pbro. Julio César Ponce García